Nada
puedes hacer que rescate
el
vestido blanco de las despedidas,
el
relente de un agosto por tus piernas,
la
tobillera estrecha que me regalaste,
clavándose
en el hueso como una
penitencia
suave de fin de semana.
Desesperada
en el gravitar por bares
a
la búsqueda de la mirada redentora
que
me hiciera tontear con la idea
de
un encuentro, de la fugacidad
del
iris que recordaría durante horas, días.
Sirena
de falda promiscua que
quemaba
sus pasos por la avenida
de
las Adelfas, ninfa en busca de una pasión
volátil,
cuando te daba definitivamente
por
perdido entre las tres y las cuarto.
Hasta
que se enfriaba del todo agosto
y
huías hacia un nuevo horizonte académico,
una
carrerita que mantuviera contento
a
tus padres, aunque a ti te diera
lo
mismo estudiar Farmacia que Psicología.
Huías
de mí para amarrarte a la universitaria
pija
que te asegurara el roce distraído,
la
caricia prolongada tras la última copa.
La
esperanza de que el próximo verano
ya
me habrían crecido las caderas
y
entonces no te quedara
más
remedio que amarme.
Sonámbula
por discotecas donde estuviste,
mercenaria
de una edad equivocada,
para
luego encontrarte a ti, amor, a ti,
que
te dejabas la lengua en los
rincones
sin luces, en los senos de la otra.
La
lágrima esperando el consuelo
de
la almohada, confidente de historias estúpidas,
y
la esperanza de que el próximo fin
de
semana caerías a la quinta copa,
tras
cientos de miradas perdidas.
Rocío Rubio
Del poemario Otro intento de olvidar el verano del noventa y siete